domingo, 23 de junio de 2013

BRASIL CRUJE: Las calles para entender la protesta social en un país sin tradición de reclamo directo.

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"BRASIL UN NUEVO COMIENZO.- Las grandes manifestaciones populares de protesta en Brasil demolieron en la práctica una premisa cultivada por la derecha, y asumida también por diversas formaciones de izquierda, comenzando por el PT y siguiendo por sus aliados. Si se garantizaba “pan y circo”, el pueblo –desorganizado, despolitizado, desmoralizado– aceptaría mansamente que la alianza entre las viejas y las nuevas oligarquías prosiguieran gobernando el país sin mayores sobresaltos. La continuidad y eficacia del programa Bolsa Familia aseguraba el pan, y la Copa del Mundo y su preludio, la Copa Confederaciones, y luego los Juegos Olímpicos, aportarían el circo necesario para consolidar la pasividad política de los brasileños. Esta visión, no sólo equivocada sino profundamente reaccionaria (y casi siempre racista), quedó hecha añicos esta semana, lo que revela la corta memoria histórica de la clase dominante y sus representantes, a los que se les olvidaron las grandes movilizaciones populares exigiendo la elección directa del presidente a comienzos de los ochenta; las que precipitaron la renuncia de Collor de Mello en 1992; y la ola ascendente de luchas populares que hicieron posible el triunfo de Lula en el 2002. Del olvido brota la sorpresa, que enmudeció a una dirigencia política de discurso fácil y efectista, que no podía comprender –y mucho menos contener– el tsunami político que irrumpía nada menos que en los fastos futboleros de la Copa Confederaciones. Fue notable la falta de respuesta gubernamental, desde las intendencias municipales hasta los gobiernos estaduales y el propio gobierno federal".


Opinólogos y analistas adscriptos al gobierno insisten ahora en colocar bajo la lupa estas manifestaciones, señalando su carácter caótico, su falta de liderazgo, la ausencia de un proyecto político de recambio. Harían mejor en dirigir su mirada hacia los déficit de la gestión gubernativa en todos sus niveles, desde el municipio hasta Brasilia. Plantear que todo esto tiene que ver con el aumento de 20 centavos de real en el transporte público de San Pablo es lo mismo que, salvando las distancias, suponer que la Revolución Francesa se produjo porque algunas panaderías de la zona de la Bastilla habían aumentado en unos centavos el precio del pan. Confunden el detonante con las causas profundas de la rebelión popular, que dicen relacionar con la enorme deuda social de la democracia brasileña, apenas atenuada en los últimos años del gobierno de Lula. Temas tales como la pésima situación de los servicios de salud pública; el sesgo clasista del acceso a la educación; la corrupción gubernamental (un indicador: la presidenta Dilma Rousseff ha echado a varios ministros por esta causa); la ferocidad represiva impropia de un Estado que se reclama como democrático; y la arrogancia tecnocrática de los gobernantes, en todos sus niveles, ante las demandas populares. ¿Cómo exigirles claridad ideológica y política a los manifestantes (hasta hace poco llamados “¡vándalos!”) cuando tal cosa brilla por su ausencia en el partido gobernante?, se preguntaba días atrás el analista Carlos Eduardo Martins. Y seguía: ¿qué pasó con la reforma agraria, congelada por la alianza con el agro-negocio?; ¿por qué no se escuchan los reclamos de los pueblos originarios?; ¿qué se está haciendo ante la bomba de tiempo de la deuda pública, para cuyo pago se sacrifican las políticas sociales que deberían ser la seña de identidad de un Estado realmente democrático? Martins afirma con razón que mal podría el pueblo brasileño deslumbrarse ante los 20.000 millones de reales del programa Bolsa Familia cuando el pago de sólo los intereses de la deuda pública asciende 240.000 millones de reales. No se trata de disminuir la importancia del primero, sino de poner fin a la sangría originada por una deuda pública –ilegítima hasta la médula– que ha hecho de los banqueros y especuladores financieros los principales beneficiarios de la democracia brasileña o, más precisamente, de la plutocracia reinante en el Brasil.
Es imposible prever cual será el futuro de estas manifestaciones, pero de algo estamos seguros. El “¡que se vayan todos!” de la Argentina del 2001-2002 no pudo constituirse como una alternativa de poder, pero por lo menos señaló los límites que ningún gobierno podría volver a traspasar. Más aún, como ocurrió con las grandes movilizaciones populares en Bolivia y Ecuador, demostró que sus flaquezas y su inorganicidad, como las que hoy hay en Brasil, no les impedían tumbar a gobernantes que sólo gobernaban para los ricos. Las masas que salieron a la calle en más de cien ciudades brasileñas pueden tal vez no saber adónde van, pero en su marcha pueden acabar con un gobierno que claramente eligió ponerse al servicio del capital. Brasilia haría muy bien en mirar lo ocurrido en los países vecinos y tomar nota de esta lección. Porque, tal vez, un nuevo ciclo de ascenso de las luchas populares esté dando comienzo en el gigante sudamericano. Si así fuera, sería una gran noticia para la causa de la emancipación de nuestra América. Dr. Atilio Boron.
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BRASIL CRUJE.
Las calles para entender la protesta social en un país sin tradición de reclamo directo.
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Aunque Brasil cuente con una sociedad civil variada y densa, al mismo tiempo no está acostumbrado al reclamo directo y masivo en el espacio público. Una historia de pactos entre elites, que son las que realmente gobiernan.

José Natanson.
Página /12 domingo 23 de junio del 2013.




Las masivas movilizaciones registradas en los últimos días en diferentes ciudades brasileñas producen desconcierto y una inevitable perplejidad en el análisis, que debe evitar las conclusiones fáciles y los paralelismos apresurados para avanzar con cuidado.
Señalemos primero que Brasil es un país que cuenta con una sociedad civil variada y densa, que incluye desde expresiones territoriales potentes como el Movimiento sin Tierra hasta una vasta red de organizaciones de carácter religioso, sindical o étnico, muchas de ellas con una vitalidad cultural asombrosa, pero que al mismo tiempo no está acostumbrado al reclamo directo y masivo en el espacio público. La “política en las calles”, por usar la fórmula que el sociólogo Fernando Calderón acuñó para Bolivia, pero que se aplica perfectamente a países como Argentina o Venezuela, está ausente en Brasil (salvo, claro, en el carnaval, esa ceremonia de inversión de roles –el rico se disfraza de pobre, el pobre toma la ciudad que lo explota– en la que la catarsis del baile precede siempre una vuelta a la dura normalidad).
Los motivos de este rasgo idiosincrático brasileño habrá que buscarlos en una historia en la que el pueblo movilizado –o el pueblo a secas– ocupa un lugar relativamente secundario, y en la que las que los grandes cambios tendieron a procesarse a través de acuerdos cupulares graduales, relativamente pacíficos y casi siempre lentos. En contraste con las guerras sangrientas que marcaron la independencia de la América española, Brasil se separó de Portugal por una decisión política de Pedro I, el príncipe heredero, aceptada sin resistencia por su padre, y más tarde, en 1889, se convirtió en república mediante una disposición no menos administrativa (esto ha hecho que la historia brasileña sea una historia desprovista de héroes: no hay allí ni un Bolívar ni un San Martín a los que venerar). Del mismo modo, la versión brasileña del populismo, el varguismo, fue un movimiento popular, redistributivo e incluyente, pero donde el componente movilizatorio estaba notablemente atenuado (digamos: un peronismo sin 17 de octubre). Mucho más tarde, la ebullición de los 60 creó un movimiento guerrillero entusiasta pero disperso y sin fuerza, al menos en comparación con Argentina, Uruguay o Chile, y luego la dictadura, aunque desde luego torturó y mató, no creó un sistema de campos de concentración al estilo argentino ni desplegó, por ejemplo, un plan sistemático de robo de niños. La recuperación de la democracia se realizó también de manera serena y pacífica, “segura”, según la famosa definición de Geisel, el general que la inició, a punto tal que, pese a los reclamos de la población, el primer presidente democrático no fue elegido por voto directo sino mediante el viejo sistema de colegio electoral creado por los militares.
Lo que quiero decir con esto es que la historia brasileña es en esencia una historia de pactos entre elites, que son las que realmente gobiernan Brasil, como no sucede en ningún otro país de la región salvo los de Centroamérica. Y esto se explica básicamente por las características de una estructura social en la que la distancia entre las clases es oceánica: Brasil fue, de hecho, el último país latinoamericano en abolir la esclavitud (fue en 1888 y, una vez más, mediante una decisión pactada, que evitó por ejemplo los 360 mil muertos de la guerra civil que quince años antes acabó con el flagelo en Estados Unidos).
Los efectos de esta tradición de cambios graduales son paradójicos: si por un lado le ha permitido a Brasil evitar “pisos de sufrimiento” como los registrados en Argentina (las luchas entre unitarios y federales, la dictadura, Malvinas, el 2001), por otro lado limitó severamente la incidencia de la población en las decisiones nacionales. La significativa ausencia en Brasil de una Plaza de Mayo, ese centro simbólico de la política argentina al que la gente marcha cada tantos años para festejar o voltear gobiernos, no responde tanto una cuestión urbanística como de historia política. Y también, claro, a la decisión de Kubitschek de trasladar la capital al medio de la selva, explicable por la estrategia desarrollista de llevar la civilización al desierto pero también por la intención de alejar el centro de las decisiones políticas de las masas que habitan los grandes conglomerados urbanos (en este sentido es interesante pensar qué hubiera pasado en la Argentina, por ejemplo en diciembre del 2001, si se hubiera concretado el proyecto alfonsinista de capitalizar Viedma).
Pero no nos desviemos. Mi argumento es que estos rasgos típicamente brasileños explican la sorpresa que generan las movilizaciones tanto como la reacción de la clase política, incluyendo a la derecha. En efecto, alcanza con revisar la prensa de estos últimos días para comprobar que los sectores más conservadores no saben bien qué hacer. Sucede que el reclamo, aunque está básicamente dirigido al gobierno nacional, los involucra, en la medida en que también apunta a gobiernos estaduales y municipales bajo control de los partidos opositores, y además incluye una impugnación general contra la clase política al estilo del “qué se vayan todos” argentino. La comparación, sin embargo, apenas funciona. En contraste con lo que sucede en Argentina, donde desde 17 de octubre hasta ahora los dirigentes políticos están acostumbrados a valerse de la gente en las calles para empujar sus objetivos, en Brasil la movilización social es un recurso que se utiliza con mucho más cuidado, como si ante momentos de crisis las elites prefirieran cerrarse sobre sí mismas (tal vez el único ejemplo moderno sea el impeachment a Collor, pero las marchas lideradas por el PT sucedían cuando el establishment ya le había soltado la mano). En este sentido, comparar las movilizaciones brasileñas con los cacerolazos opositores argentinos, como intentaron aquí algunos analistas un poco apurados, sería un error: no hay allí, por decirlo de algún modo, una Patricia Bullrich dispuesta a instrumentar la protesta a su favor.
La complejidad también deriva del hecho de que, a diferencia de lo que sucede en países con movimientos de “indignados” como España, en Brasil no gobierna la derecha sino una presidenta de izquierda, continuidad de un ciclo que combinó tasas muy moderadas de crecimiento (en los últimos diez años Brasil creció en promedio la mitad que Argentina) con una serie de avances sociales impresionantes. El ciclo del PT permitió que 35 millones de personas salieran de la pobreza, redujo la desigualdad a su nivel más bajo desde los 60 y expandió una nueva clase media baja que hoy conforman nada menos que 105 millones de brasileños y que ha generado un desembarco plebeyo muy visible en espacios antes reservados a los blancos, como universidades, restaurantes y aeropuertos. La presidenta, igual que Lula, conserva una imagen pública excelente, incluso en los sectores medios urbanos.
El análisis debe entonces esquivar los caminos directos (no se trata, al menos hasta ahora, de simples protestas de la clase media ni de una rebelión de los pobres contra el gobierno) para recorrer trayectos más sinuosos, señalando por ejemplo la conversión del PT de un partido de oposición en un partido de gestión. Hasta la llegada de Lula al poder, en el 2003, el PT y las organizaciones que controla, en particular la CUT, podían canalizar políticamente el malestar social: había una opción de izquierda a la cual apoyar y que generaba expectativa en millones de personas. Desde hace ya diez años que esa opción no existe, y no porque el PT haya defraudado esas esperanzas sino porque, como consecuencia de sus propios éxitos, no ha habido lugar para la emergencia de una oposición sólida por izquierda.
Al mismo tiempo, el PT produjo una renovación –siempre siguiendo la pauta gradual y pacífica– de las elites gobernantes, que creó nuevas zonas de confort para dirigentes que hoy viven un poco amodorrados en el calor burocrático de un Estado que siempre ha sido muy generoso con quienes lo integran, en el gobierno pero también en las empresas estatales, los directorios de las compañías privadas, los bancos, los organismos descentralizados, los fondos de pensión controlados por los sindicatos... Los históricos núcleos de resistencia anticonservadores –el movimiento campesino, el sindicalismo combativo, las iglesias progresistas– hoy forman parte del núcleo de poder o son sus aliados. Y en ese sentido, un comentario adicional: la idea de Lula como un obrero que llegó al poder es una construcción política sólo a medias verdadera. Lula, por supuesto, nació en una familia pobrísima y trabajó como tornero mecánico tras emigrar a San Pablo, como se cuenta con ternura en El hijo de Brasil, pero fue la mayor parte de su vida un sindicalista, con todo lo que implica en términos de estilo de vida, educación política y roce internacional. A juzgar por su gestión, no olvidó sus orígenes ni sus valores, pero esto no convierte a su gobierno en un gobierno de pobres y obreros. El suyo fue, y el de Dilma lo es todavía más, un gobierno de sindicalistas y burócratas.
En el medio, además, ocurrió algo notable. El PT, históricamente apoyado por los trabajadores de las industrias modernas del sudeste y los sectores medios progresistas, cambió su composición social hacia los sectores más pobres del nordeste beneficiados por las políticas sociales como el Bolsa Familia. Este cambio, catalizado por las denuncias de corrupción contra Lula del 2005, se vio claramente en los comicios del año siguiente, donde el oficialismo perdió en San Pablo y ganó en Bahía. En su notable libro Los sentidos del lulismo, André Singer define este tránsito como el paso del petismo al lulismo, que es el encuentro, a mitad de mandato, entre el líder y una fracción de clase, el subproletariado, que rompe con el tradicional caudillismo popularconservador para situarse bajo su órbita. Se trata, sin embargo, de un lazo frágil, reflejo de una inclusión que se da esencialmente vía consumo y que no ha sido acompañada por un esfuerzo militante equivalente de construcción comunitaria y territorial (como sí hizo, con todos sus problemas, el chavismo).
Rebobinemos entonces para concluir. Las crónicas desde Brasil cuentan que el movimiento de protesta comenzó alrededor de un tema puntual y en apariencia menor, un pequeño aumento del precio del transporte, y se fue ramificando en una serie de reclamos muy diversos, que van desde la salud y la educación hasta la corrupción y el despilfarro de recursos en la infraestructura del Mundial y la olimpíadas. Se respira, dicen, un clima de rechazo general a los políticos (militantes del PT y la CUT que querían sumarse a las protestas fueron agredidos), con un fuerte protagonismo juvenil construido horizontalmente a través de las redes sociales. Se trataría entonces de la versión brasileña de la tendencia a la repolitización de las juventudes observada en los últimos años en países tan distintos como Turquía y España, Chile y Túnez, Portugal y Estados Unidos.
Por si hiciera falta, un elemento más para sumar a un análisis que debe avanzar un poco a tientas ante la fluidez de una situación inédita y sobre la cual es imposible extraer conclusiones limpias.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur www.eldiplo.org



Otro día de protestas en Brasil.

Marchas en varias Ciudades.
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Hubo violencia en Minas Gerais y gestos pacíficos en Río. Los manifestantes esperan refuerzos para hoy. El Movimiento Pase Libre. MPL. Es el gran protagonista?.
Página/12 domingo 23 de junio del 2013.

San Pablo, Salvador y Belo Horizonte fueron los principales escenarios de las marchas de protesta que siguen sacudiendo a Brasil, mientras que la playa de Río de Janeiro amaneció tapizada de pelotas de fútbol como “instalación” de protesta contra los gastos en la Copa de Confederaciones que se realiza en estos días y del Mundial del año que viene. Hubo choques entre manifestantes y policías en la capital de Minas Gerais cuando las columnas se acercaban al Estadio Minerao, donde México le ganaba a Japón por dos a uno. Los agentes golpearon a los que protestaban y los atacaron con balas de goma y gases. Hubo tres civiles muertos y cuatro policías fueron llevados al hospital, uno grave. Lo mismo ocurrió en Salvador, Bahía, donde Brasil le ganó a Italia por cuatro a cero. Ni siquiera la selección nacional frenó la marcha al estadio Arena Fonte Nova, cerca del que hubo también duros enfrentamientos.
Los choques ocurrieron pocas horas después de que la presidenta Dilma Rousseff convocara por cadena nacional al diálogo a los dirigentes de las concentraciones que conmueven al país y que causaron al menos dos muertos. La mandataria convocó anoche a un “gran pacto” a gobernadores y líderes de las protestas sobre tres ejes: la elaboración de un plan nacional de movilidad urbana que privilegie el transporte colectivo, la asignación de la totalidad de las regalías petroleras a la educación y la contratación de médicos extranjeros para ampliar la atención del Sistema de Salud.
“Nos preocupa el hecho de que Rousseff haya hablado de la violencia de los saqueadores, lo que es justo, pero no mencionó con el mismo énfasis la necesidad de que las fuerzas policiales no cometan abusos de poder; es sintomático que las manifestaciones ocurren en plena Copa de las Confederaciones”, dijo Carlos Costa, fundador de Rio de Paz, la ONG que colocó 500 pelotas en la playa carioca de Copacabana como protesta.
“Este es el tipo de discurso que hizo que el pueblo vaya a las calles; son palabras sueltas dichas al viento, ella debería decir al público que oyó la voz de las calles y adoptará las siguiente medida: reducir a 20 el número de ministerios (actualmente son 39)”, dijo por su parte el senador Alvaro Dias, del opositor Partido de la Socialdemocracia.
En pleno centro de las críticas, la FIFA indicó ayer que no considera hasta ahora suspender la Copa Confederaciones, según su vocero Pekka Odriozola. “En ningún momento la FIFA ha considerado o discutido abandonar la Copa Confederaciones con las autoridades locales”, dijo Odriozola en una rueda de prensa en el estadio Maracaná, luego de que dos minibuses de la organización fueran atacados a pedradas el jueves por manifestantes en Salvador. “Estamos monitoreando la situación con las autoridades”.
La organización internacional Reporteros sin Fronteras denunció ayer que veinte periodistas fueron agredidos y varios heridos durante las manifestaciones de las últimas dos semanas. “Aunque la mayor parte de esas agresiones, a veces acompañadas de detenciones, hayan sido cometidas por policías militares, algunos manifestantes también se han mostrado hostiles hacia los periodistas que cubrían las protestas”, detalló la ONG.
El masivo movimiento de protesta, que se apoyó y organizó en las redes sociales, también cuestiona el modelo de medios que impera en Brasil, país con una muy alta concentración en la propiedad y las licencias. Esta semana, el periodista Caco Barcellos de la influyente televisora Globo –por lejos la mayor del país– fue cercado e insultado por unos cien manifestantes en San Pablo. Los manifestantes lo empujaron y le gritaron “manipulador”. En otros momentos, manifestantes incendiaron una camioneta de la TV Record apostada al frente a la intendencia paulista para transmitir la protesta del martes, y un automóvil de la televisora SBT en Río de Janeiro. El informe de Reporteros sin Fronteras recoge el caso de una reportera que recibió un chorro de vinagre en el rostro. Los manifestantes usan vinagre para mitigar el efecto del gas lacrimógeno que utiliza la policía. Pero, hasta ahora, los periodistas heridos fueron víctimas de la represión policial.
En otro desarrollo, el Movimiento Pase Libre, MPL, paraguas de las protestas, denunció la presencia de “conservadores” en las marchas y ocasionales agresiones a grupos que participaron. “Consideramos que grupos conservadores se infiltraron en los actos para defender propuestas que no nos representan”, dijo Rafael Siqueira, portavoz de Pase Libre. Siqueira habló de grupos que piden la penalización del aborto o la reducción de la edad de responsabilidad penal, y hasta de un grupo neonazi. En particular, Pase Libre se dijo alarmada por las agresiones contra grupos que llevan banderas o carteles con consignas de izquierda. Entre los grupos que denunciaron ataques está la Unión de Núcleos de Educación para Negras/os y la Clase Trabajadora, Uneafro. Su vocera, Bruna Provazi, dijo que sus militantes fueron atacados en San Pablo.
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