viernes, 2 de noviembre de 2012

El mundo en transición hacia un futuro global irreversible.

&&&&&
La nueva etapa de la revolución científico-técnica marcó el inicio de una época de transición de una sociedad centrada en los Estados nación y en la producción industrial a un mundo global y posindustrial, basado en el conocimiento, la información y la comunicación. Esta transformación reviste caracteres de una profundidad sólo comparables con el período de transición de la sociedad agraria a la industrial, del feudalismo al capitalismo, incluso en sus aspectos negativos. El surgimiento de la modernidad, hacia el comienzo del siglo XVIII, generó una secuela de desocupación masiva, hambre, delincuencia -los bandidos de los caminos-, movimientos sociales retrógrados como los luddistas que destruían máquinas, filosofías apocalípticas, sensación de temor frente al futuro incierto, reacciones inevitables ante la desaparición del viejo mundo sin que todavía se vislumbrara el surgimiento de uno nuevo. Todas esas características se volvieron a dar en nuestro tiempo, las transiciones son inevitablemente dolorosas y caóticas.
/////



El mundo en transición hacia un futuro global irreversible.
*****
En el malestar de la política (Sudamericana) Juan José Sebreli describe los riesgos que enfrentan las democracias y su vínculo con los ciudadanos. En este fragmento, la globalización como destino ineludible.

La Nación. Lunes 29 de octubre del 2012.

La globalización no es, como con frecuencia se cree, una tendencia política identificada con el neoliberalismo; se trata de un cambio más profundo e irreversible, una nueva etapa histórica ineludible; el regreso al pasado es imposible aunque puede haber retrocesos parciales y momentáneos. Es de lamentar que muchos intelectuales y políticos, incluidos gobernantes, sigan aferrados a las categorías de un mundo ya desaparecido y sean incapaces de afrontar lo nuevo. Se impone un giro copernicano: la mirada que veía al mundo moviéndose alrededor del propio país debe acostumbrarse a observar la nación dando vueltas alrededor del mundo.

La nueva etapa de la revolución científico-técnica marcó el inicio de una época de transición de una sociedad centrada en los Estados nación y en la producción industrial a un mundo global y posindustrial, basado en el conocimiento, la información y la comunicación. Esta transformación reviste caracteres de una profundidad sólo comparables con el período de transición de la sociedad agraria a la industrial, del feudalismo al capitalismo, incluso en sus aspectos negativos. El surgimiento de la modernidad, hacia el comienzo del siglo XVIII, generó una secuela de desocupación masiva, hambre, delincuencia -los bandidos de los caminos-, movimientos sociales retrógrados como los luddistas que destruían máquinas, filosofías apocalípticas, sensación de temor frente al futuro incierto, reacciones inevitables ante la desaparición del viejo mundo sin que todavía se vislumbrara el surgimiento de uno nuevo. 

Todas esas características se volvieron a dar en nuestro tiempo, las transiciones son inevitablemente dolorosas y caóticas.

Las transformaciones son tan radicales que han modificado la vida cotidiana de todos y de cada uno y no han dejado a nadie en el mismo lugar. Para algunos, el cambio ha traído más libertad; para otros, sólo desamparo. En la red cibernética los capitales circulan y fluyen con tal celeridad que cada fluctuación genera tensiones al instante. También se trasladan por tierra, mar y aire, los seres humanos -políticos, hombres de negocios, emigrantes, exiliados, refugiados, turistas, artistas, estudiantes, vagabundos, aventureros- en busca de una y otra meta como nunca antes, de un extremo al otro del planeta entero, unos hacia algo que anhelan, otros huyendo de algo que temen, algunos sin saber para qué.

A medida que las tendencias globalizadoras se afianzan, provocan, como reacción, un resurgimiento de las formas retardatarias que expresan la desesperación de lo destinado a morir. Estos antiglobalizadores se disfrazan de alter-globalizadores, dicen no oponerse a la globalización en sí, sino a los procesos de exclusión que genera. Sin embargo, no señalan las formas de mejorarla ni qué medios podrían atenuar las consecuencias no deseadas.

Entonces despiertan la sospecha de no ser, como pretenden, los críticos de los aspectos negativos de la globalización, sino sus detractores, nostálgicos del pasado, identificados con los sempiternos defensores de las causas nacionalistas y populistas.

Los escollos para profundizar la globalización no vienen sólo de los jóvenes y de algunos profesionales ligados a carreras humanísticas, sino también de sectores populares y de los sindicatos, que temen el mercado libre y la competencia internacional porque las importaciones bajan los salarios de los trabajadores no especializados y originan desempleo. Más antiglobalizadores son aún los campesinos, los pequeños agricultores que viven de los subsidios del Estado; por eso la promulgación de la Constitución del Estado europeo no pudo ser todavía aprobada.

Los enemigos de la globalización no vienen sólo de la izquierda y el nacionalismo, también los liberales, lindantes con el anarquismo, aportan su cuota al grupo. Éstos sostienen que ningún tipo de comunidad ideal, incluida la global, puede ser viable porque los hombres son diferentes entre sí y no admiten una vida igual; la globalidad, según ellos, sería una nueva utopía que como todas terminaría en el totalitarismo. Esta conclusión sería lógica si sus premisas no fueran equivocadas. La globalidad no impone un estilo de vida único, sino que garantiza las condiciones de vida indispensables para que cada individuo o grupo humano -libre de las ataduras de tradiciones ancestrales- pueda realizar libremente sus propios proyectos. Si la economía no se lo permite, esto no debe atribuirse a la globalización sino a condiciones económicas y sociales inequitativas que ya existían antes.

El Estado nacional soberano fue creado para un mundo que ya no es el actual y, por consiguiente, se encuentra acosado en lo exterior por el inmenso poderío económico mundial y, en el interior, por la creciente complejidad de la sociedad actual y las demandas más exigentes de la población. Los Estados nacionales no van a desaparecer de un día para el otro, pero deberán renunciar, gradualmente, a su plena soberanía y a encuadrar su política en un contexto transnacional. Aunque no se haya logrado todavía la formación de una federación mundial de naciones, el poder efectivo se está diversificando. Cada vez más el Estado nacional tiene menos capacidad de decisión dentro de sus propias fronteras y debe competir con las autonomías de las regiones, de las ciudades, o con agrupaciones extraestatales. En el plano internacional, el Estado nacional rivaliza no ya sólo con otras naciones sino con grandes organizaciones transnacionales económicas, sociales, científicas, técnicas.

Los desequilibrios y límites de la globalización provienen de la incapacidad de la tecnología y del mercado para resolver los problemas sociales. La política, por su parte cercada por el orden nacional, es igualmente impotente para garantizar la estabilidad económica o poner freno a los peligros de una tecnología sin control. La consecuencia no deseada de la velocidad en las comunicaciones trajo el predominio del capital especulativo sobre el productivo que facilita la corrupción y el surgimiento de una nueva clase rica, tan carente de todo escrúpulo como de cultura, y que toma a los Estados nacionales como rehenes.

El logro de un cambio profundo en lo social, político y cultural impone un desarrollo democrático y racional del proceso de globalización y la conciencia de que su fracaso llevaría a la humanidad a tiempos oscuros.

Los anti-globalizadores alegarán que la carrera armamentista de grandes o pequeñas naciones, los conflictos como los de Cisjordania y la Franja de Gaza, la ex Yugoslavia o Bosnia, la crisis económica de la Unión Europea, la violencia en Ruanda o Somalia, el resurgimiento del fundamentalismo musulmán o de los populismos, y la obsesión por las identidades nacionales o étnicas en América latina, estarían mostrando cómo el apego a la tierra o a las culturas particularistas no está en decadencia. Por cierto que el progreso nunca ha sido una línea recta: los obstáculos para la consolidación de una democracia mundial y el retorno de los nacionalismos en algunos países de Europa y de América latina -y el consiguiente retroceso de la globalización política- son un peligro siempre presente.

Un fracaso momentáneo del proceso de globalización no traerá tal vez el advenimiento de un nuevo Hitler ni una tercera guerra mundial -la historia no se repite en formas idénticas- pero sí provocará catástrofes impredecibles, signos de la defensa desesperada de lo que está destinado a morir.

La historia ha sido magnífica en la producción de cambios inesperados. Como en todos los períodos de transformación, nuestro tiempo está pleno de contradicciones, incertidumbres y riesgos que engendran temor ante el futuro, nostalgia por un pasado idealizado, añoranza de un paraíso perdido que nunca existió. Sin embargo, el mundo global ofrece grandes esperanzas y renovadas posibilidades de alcanzar, gracias a la tecnología de avanzada y a los nuevos hábitos, un conocimiento y una libertad inéditos.
*****

No hay comentarios: