jueves, 21 de julio de 2011

REFORMISMO O REVOLUCION. Hoy, reformadores y revolucionarios tienen un origen social diferente.

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Para una política de desarrollo resulta muy cuestionable el mantenimiento del modelo extractivista tradicional (por más mejoras que se le introduzcan) y con mayor motivo continuar con la estrategia neoliberal (como ocurre por ejemplo en Brasil y Argentina). Por su parte, aquellos que se declaran abiertamente revolucionarios (Venezuela, en primer lugar, pero también Bolivia y Ecuador) a pesar de sus avances en políticas sociales persisten en la tradicional exportación de minerales, petróleo y alimentos como eje central de sus proyectos. Además, casi todos continúan siendo exportadores netos de capitales debido a la evasión incontrolada y al pago de la deuda externa, agregándose la pérdida de recursos humanos (emigración masiva) que apenas se compensa con la remesa de divisas que produce. Las medidas que mejoran la explotación de los recursos naturales dejan fondos para las políticas sociales pero - posiblemente con la excepción de Venezuela – apenas se utilizan para la invertir en industrias, servicios e infraestructuras claves que abran el camino a una real independencia nacional. Como se sabe, la exportación de materias primas está siempre sometida a oscilaciones drásticas y graves incertidumbres en las condiciones de un mercado mundial que estos países están lejos de controlar.
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REFORMISMO O REVOLUCION.


Hoy, reformadores y revolucionarios tienen un origen social diferente.


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Jueves 21 de julio del 2011.



Juan Diego García (especial para ARGENPRESS.info)



Reformar el capitalismo dependiente en Latinoamérica y más aún si se pretende hacer una revolución resulta en principio incompatible con el mantenimiento del tipo de economía que prevalece en la región. Con la posible excepción de Brasil que por diversas razones ha conseguido construir un tejido económico de cierta solidez, los demás países del área inclusive han desmantelado sus industrias y abierto plenamente sus mercados en aplicación de las doctrinas del FMI y del llamado Consenso de Washington, comprometiendo en extremo cualquier grado de autonomía.



En contravía de un proyecto desarrollista se enfatiza de nuevo en las estrategias exportadoras como fundamento del desarrollo, dejando las condiciones del mercado interno en un segundo plano. De hecho, el crecimiento en la región tan solo ha servido para distanciar aún más a los grupos dominantes del resto de la población y los gobiernos reformistas deben atender hoy unas sociedades mucho más desiguales y explosivas que en el pasado. El aumento de las exportaciones no se traduce en mayor desarrollo. En tales condiciones es impensable una reforma verdadera y mucho menos una revolución.



El proceso de crecimiento urbano y la consiguiente despoblación de los campos hace que tareas como la reforma agraria -nunca realizada en Latinoamérica, si se exceptúan los casos de México y Cuba- haya descendido en prioridad frente a la necesidades de los pobres urbanos (obreros, desocupados, semi-empleados, marginales) a los que ahora se agrega un fuerte contingente de “clases medias” empobrecidas. O sea, a la generación de un mercado interno de suficiente dinamismo mediante la distribución de la tierra (tarea clásica en sociedades rurales) deben añadirse ahora necesariamente políticas en favor de los pobres urbanos que ya constituyen la mayoría de la población en prácticamente todos los países del área.



Para una política de desarrollo resulta muy cuestionable el mantenimiento del modelo extractivista tradicional (por más mejoras que se le introduzcan) y con mayor motivo continuar con la estrategia neoliberal (como ocurre por ejemplo en Brasil y Argentina). Por su parte, aquellos que se declaran abiertamente revolucionarios (Venezuela, en primer lugar, pero también Bolivia y Ecuador) a pesar de sus avances en políticas sociales persisten en la tradicional exportación de minerales, petróleo y alimentos como eje central de sus proyectos.



Además, casi todos continúan siendo exportadores netos de capitales debido a la evasión incontrolada y al pago de la deuda externa, agregándose la pérdida de recursos humanos (emigración masiva) que apenas se compensa con la remesa de divisas que produce. Las medidas que mejoran la explotación de los recursos naturales dejan fondos para las políticas sociales pero - posiblemente con la excepción de Venezuela – apenas se utilizan para la invertir en industrias, servicios e infraestructuras claves que abran el camino a una real independencia nacional. Como se sabe, la exportación de materias primas está siempre sometida a oscilaciones drásticas y graves incertidumbres en las condiciones de un mercado mundial que estos países están lejos de controlar.



Superar el capitalismo atrasado en Latinoamérica fue el sueño de reformadores burgueses en el pasado. Eran grupos modernizantes de las clases altas que vieron frustrados sus esfuerzos si bien es evidente que el desarrollo relativo de la región se debe precisamente a aquellos movimientos reformadores. Hoy, reformadores y revolucionarios tienen un origen social diferente. Ya no es reconocible una burguesía nacional como protagonista central del cambio; ahora se trata de sectores de las clases laboriosas que además de los retos prácticos del proceso enfrentan el dilema de saber si sus esfuerzos deben limitarse a reformar el capitalismo criollo o por el contrario su deber no es otro que construir un orden social nuevo en el cual a la hegemonía política (ganada inclusive con las mismas reglas del juego electoral que la clase dominante diseñó para protegerse) acompañe también la hegemonía económica (de la que se carece).



Desde esta perspectiva es probable que los sectores de la pequeña burguesía y las llamadas “capas medias” progresistas vean suficiente algún tipo de capitalismo menos cruel; por el contrario, los sectores más populares -y en particular la clase obrera- estarían más dispuestos a buscar horizontes nuevos, en esencia diferentes al actual sistema. Los primeros se opondrían tan solo al modelo neoliberal y a la democracia restringida que ha asegurado siempre el dominio de las elites y el control extranjero, pero no necesariamente al capitalismo en si; los segundos, estarían igualmente contra el neoliberalismo (y eso los une a los primeros) pero también contra el capitalismo como tal. Es comprensible entonces que se pregunten por qué deben las clases laboriosas realizar las tareas históricas que su propia clase dirigente jamás emprendió.



La distinta perspectiva en relación al futuro del sistema, es decir, limitarse a él o sencillamente asumirlo tan solo como un paso previo a una transformación radical explicaría las contradicciones que ya afloran en el seno de las fuerzas políticas progresistas del continente, sobre todo allí donde se ha proclamado oficialmente la intención de avanzar hacia un régimen de tipo socialista (Venezuela, Ecuador y Bolivia). No sería extraño que en el sonado caso de la captura y entrega de revolucionarios colombianos al gobierno de Santos por parte de las autoridades de Caracas se esté escenificando en realidad un enfrentamiento entre reformistas y revolucionarios. Al menos eso parece deducirse de la dura replica a estas medidas desde el Partido Comunista de Venezuela, una fuerza política cuya seriedad, ponderación y compromiso difícilmente pueden ponerse en duda.



Además de las cuestiones teóricas que fundamentan las polémicas en torno a la viabilidad o no de un capitalismo criollo o sobre la posibilidad y necesidad de un socialismo de inspiración propia, la realidad impone siempre tareas inmediatas y exigencias perentorias cuya solución correcta - quiérase o no - está íntimamente vinculadas a estos interrogantes estratégicos. Pertenecen a la misma dinámica; no es posible separarlas. Así ocurre por ejemplo con el tratamiento dado a los amigos y en las relaciones con el enemigo. Los “asuntos inmediatos”, las “necesidades tácticas”, la oportunidad, en manera alguna pueden justificar comportamientos ambivalentes, tan parecidos a la odiosa traición.



Por supuesto, la solución adecuada de estos retos teóricos y prácticos solo es posible si se vincula con la participación efectiva de las fuerzas sociales que sustentan estos gobiernos de progreso y sin cuyo concurso decidido y bien organizado ninguna estrategia política tiene futuro, sea reformista o revolucionaria. No menos decisivo será el compromiso de las llamadas “capas medias” más conservadoras (que no necesariamente las más acomodadas), en buena parte la base social de la clase dominante y por lo general reacias a toda orientación de izquierda.



La burguesía criolla - por definición un grupo muy pequeño a la par que poderoso - poco podrá hacer si se le priva de su poder económico (hasta ahora prácticamente intacto en estos países), como no sea llamar en su auxilio a los cuarteles y provocar la guerra civil o solicitar la intervención extranjera directa en su muy particular manera de entender el patriotismo.



Las perspectivas mundiales son bastante poco halagüeñas y casi nadie se atreve a pronosticar qué va a suceder en los próximos meses. El empantanamiento de los occidentales en sus guerras imperialistas en Asia permite a los gobiernos de progreso en Latinoamérica cierto margen de maniobra, pero no tanto como para pensar que aventuras como las de Honduras no vayan a repetirse. Si China mantiene su demanda de materias primas en la región y conserva una política de buenos amigos será un aliado estratégico para las fuerzas sociales del progreso. Pero si tienen razón quienes temen una desaceleración de la economía china, necesariamente disminuirán los mercados ganados en el Oriente por los gobiernos latinoamericanos y de nuevo, mostrará todas sus limitaciones la economía “extractivista” sobre la cual se ha basado buena parte del crecimiento latinoamericano de los años anteriores. Las repercuciones internas serán de hondo calado. Se pone sobre el tapete entonces la urgencia de asegurar primero un mercado interno sólido y estable sobre la base de una economía no deformada como la actual; pero para eso es indispensable al menos distribuir la tierra, cambiar radicalmente la actual distribución la renta nacional entre el capital y el trabajo y cortar de tajo el flujo de riqueza que se pierde por el pago de la deuda, la evasión de capitales y el saqueo practicado por las empresas transnacionales. O sea, una verdadera revolución que desborda sin duda el marco limitado del reformismo.


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