jueves, 16 de junio de 2011

LA UNION EUROPEA: Busca su década perdida. El F.M.I. el fracaso de sus Políticas, la pobreza y la desigualdad

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Los Planes de Ajuste Estructural (PAE) giraban en torno a cinco ejes claramente delimitados: el ajuste fiscal, haciendo más regresivos los sistemas impositivos mediante aumentos de la base imponible o reducción de tipos; la liberalización comercial, reduciendo las barreras comerciales; las reformas del sector financiero, liberalizando y desreglamentando; las privatizaciones, transfiriendo empresas y servicios de naturaleza pública a manos privadas; y la desregulación laboral, flexibilizando las normas de contratación y posibilitando nuevas formas de relaciones entre empresarios y trabajadores (Álvarez et al., 2009). De forma directa o indirecta todas esas medidas tenían como objetivo recuperar la rentabilidad privada del capital, para lo cual era requisito indispensable reducir los costes y de entre ellos el más importante de todos: el salario.


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LA UNION EUROPEA: Busca su década perdida.



El F.M.I. el fracaso de sus Políticas, la pobreza y la desigualdad económico-social.


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Alberto Garzón Espinosa.



Rebelión.- Jueves 16 de junio del 2011.



Los planes de ajuste que están aplicando Grecia, Portugal, España y otros recuerdan necesariamente a los planes de ajuste que el Fondo Monetario Internacional (FMI) impuso a los países latinoamericanos en la década de los ochenta. Aquellas reformas fueron entonces un absoluto fracaso en lo que se refiere a sus propósitos oficiales, y las consecuencias fueron especialmente dramáticas en términos tanto económicos como sociales. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) consideró a posteriori aquellos años como una década perdida, y el premio nobel J. Stiglitz llegó a decir que “la reforma no sólo no ha generado crecimiento, sino que además, por lo menos en algunos lugares, ha contribuido a aumentar la desigualdad y la pobreza” (Stiglitz, 2003).



El detonante de la crisis de los países latinoamericanos fue lo que algunos economistas han llamado el Golpe de 1979, y que consistió en una subida espectacular de los tipos de interés por parte de la Reserva Federal -el banco central de Estados Unidos. La subida tenía como objetivo último recuperar los márgenes de ganancia de las finanzas internacionales, y como objetivo primario la lucha contra la inflación que carcomía esas mismas ganancias. Pero aquella medida tuvo una consecuencia inmediata: el crecimiento exponencial de las deudas contraídas en dólares por los países en desarrollo. Sólo en 1979 la deuda externa de los países en desarrollo se multiplicó por dos, del 8% al 15% y en 1987 estaba ya en el 39% de la producción (Duménil y Lévy, 2004).



En un contexto de crisis estructural internacional, que redujo la demanda mundial de alimentos y por lo tanto también los precios de las materias primas, los países en desarrollo se vieron en una trampa de difícil salida. El FMI salió en su ayuda condicionando la asistencia financiera -préstamos- a la aplicación de unos duros programas de ajuste inspirados en la ideología neoliberal.



Los Planes de Ajuste Estructural (PAE) giraban en torno a cinco ejes claramente delimitados: el ajuste fiscal, haciendo más regresivos los sistemas impositivos mediante aumentos de la base imponible o reducción de tipos; la liberalización comercial, reduciendo las barreras comerciales; las reformas del sector financiero, liberalizando y desreglamentando; las privatizaciones, transfiriendo empresas y servicios de naturaleza pública a manos privadas; y la desregulación laboral, flexibilizando las normas de contratación y posibilitando nuevas formas de relaciones entre empresarios y trabajadores (Álvarez et al., 2009). De forma directa o indirecta todas esas medidas tenían como objetivo recuperar la rentabilidad privada del capital, para lo cual era requisito indispensable reducir los costes y de entre ellos el más importante de todos: el salario.



Las reformas neoliberales llevaron a un pobre crecimiento económico, la expansión de la pobreza y la marginalidad, el incremento de la desigualdad, mayor volatilidad, más crisis financieras y la desaparición de la mayoría de los mecanismos para luchar contra esos fenómenos adversos -debido a la pérdida de poder de los Estados. Tal fue el transcurrir de los acontecimientos que al final la mayoría de los países latinoamericanos tuvieron que cambiar radicalmente su concepción de las políticas económicas, abandonando en mayor o menor medida el neoliberalismo.



En 2008 y en los inicios de la crisis financiera internacional los países europeos respondieron con medidas de estímulo económico y de índole keynesiana. El objetivo era reactivar la economía a través del gasto público, pero se hacía desde las instancias nacionales (el presupuesto de la UE es de un muy reducido 2%) y con la camisa de fuerza del Pacto de Estabilidad y Crecimiento que prohíbe a los países miembros superar la frontera del 3% bajo riesgo de penalizaciones económicas. Las medidas no se mantuvieron suficiente tiempo y el entramado económico-político de la Unión Europea pasó a la primera fase de sus planes de ajuste. Las medidas de estímulo económico y la caída de los ingresos como consecuencia de la crisis bancaria habían provocado el crecimiento de los déficits y del endeudamiento público, y ahora acabar con esos dos fenómenos económicos se iba a convertir en la tarea de la UE. La UE asumía el papel que el FMI había tenido en América Latina en la década de los ochenta (Molero, 2010).



En efecto, la UE y el FMI -que participa también en los fondos de rescate europeos- condicionan la asistencia financiera a unos duros planes de ajuste que son también de inspiración neoliberal y resultan ser prácticamente calcados de los aplicados en América Latina. Privatizaciones, rebajas salariales, retroceso del poder del Estado y un interés concreto en “ganar competitividad”. Y aunque los economistas convencionales parecen estar encantados con estos planes de ajuste que están aplicando tanto gobiernos de derechas como de izquierdas, los economistas críticos han y hemos dado la señal de alerta. Incluso J. Stiglitz, que además de premio nobel fue economista jefe del Banco Mundial, ha reconocido que este camino lleva al desastre.



No cabe ninguna duda de que los planes de ajuste conducirán a un nuevo escenario de regresión social en los que se incrementará la pobreza, la desigualdad, la inseguridad laboral y también la ciudadana -como ocurrió en América Latina-. Pero además también es seguro que serán otro fracaso en sus objetivos formales, puesto que el problema último no es de deuda pública sino de desequilibrios comerciales y de distribución del ingreso. En definitiva, tal y como hemos explicado en el artículo (Torres y Garzón, 2011) que explica el pacto que sintetiza la siguiente fase del plan de ajuste, el llamado Pacto por el Euro, lo que hace falta es más coordinación europea, más regulación laboral y financiera -con banca pública-, un estímulo por la vía de la demanda (mayor distribución del ingreso y gasto público), reformas fiscales progresivas y un programa amplio de planificación económica que aspire a corregir los desequilibrios y a cambiar el modelo económico en su conjunto.



Sin embargo, mucho me temo que aún no hay base social suficiente para exigir salir del camino del desastre. Y por lo tanto esa es la necesidad.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.


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